Eran
las 10:14 del día 9 de abril, desayunabas lo de casi siempre,
tostadas con mermelada y un café con leche muy caliente. Vestías
sólo con una camiseta XL en la que se podía leer Omission (tu
canción favorita de Frusciante). Cruzabas las piernas de una manera
especial para que nadie viese las cicatrices de tu rodilla izquierda
a pesar de que vivías sola desde hace meses. Por la ventana,
mientras prendías el primer cigarro del día, un rayo de sol entraba
por la ventana subrayando el suave deslizar de cada mota de polvo.
Mientras tanto, a sesenta y cuatro escalones de distancia, el cartero
deja en tu buzón un sobre que contiene las coordenadas donde se
encuentra la granja donde vivo con mis siete hijas. Nora, Abril,
Manuela, Elena, Natalie, Mila y Mar. Seis de ellas son rubias. Mar es
morena, la más pequeña y mi favorita. Tengo una cama volante que
cuelga del techo. Es una cama muy grande y cómoda. En ella dormimos
los ocho. Cada mañana se trenzan el pelo una a cada una. Yo
aprovecho para ir corriendo y coger siete flores que luego ellas
colocan en su pelo (hoy han sido unas flores de jazmín muy
pequeñas). Siempre se les hace tarde para llegar al colegio aunque
bien es verdad que mientras atravesamos el lago, que separa la granja
de la carretera, aflojo la marcha para poder disfrutar del mejor
momento del día. Cuando llegamos a la orilla, las siete se ponen en
fila para despedirse dándome un beso. Mar siempre es la última y me
da un abrazo. Las siete se marchan a las 9:06 en el autobús amarillo
que las traerá de vuelta a eso de las 14:38
(parte
1 de las X que puedan llegar a surgir)
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