lunes, 31 de agosto de 2009

Mi polla. Mi pistola.

Había encontrado trabajo en una tienda de antigüedades de Lillie Rd.
El dinero me daba para lo que necesitaba en ese momento. Una casa y vino.

Se trataba de vender antiguallas a los incrédulos del lugar. Lámparas y pequeñas esculturas del Japón convivían en las estanterías junto a carteles de la propaganda soviética.
Bruce era el jefe. Le gustaba meterse en el almacén dónde tenía un ordenador y engullía porno durante horas, rodeado de máscaras amazónicas y telas del Nepal. Ese tío era un jodido enfermo. Podía tener la mejor tienda de antigüedades del West Brompton pero su ordenador almacenaba gigas y gigas de pedofilia. Fotografías de niños de entre 6 y 11 años mostrándole los genitales a su libre excitación. Ese tío era un jodido enfermo, por eso voy a joderlo bien jodido.

Fui a una tienda de juguetes enorme que había en Fulham Rd. y compré una pistola de aire comprimido. Negra elegancia. Algo así como un ruido de caballos arrasando hectáreas de campo escocés. Un disparo sordo e indoloro que acababa con uno de muchos anticuarios que atestaban Londres y ayudaba a familias a descubrir el pastel de la fiesta. Hordas de nenes desnudos mostrándose cual esclavos ante el objetivo del tío Bruce, el hombre que adornaba los mejores hogares de Chelsea. Y cuyo ojete iba a relucir durante años en las dependencias de la prisión de Londres, bien por una novatada premeditada y anal o bien por el noviazgo con el líder de una de las bandas de la prisión. Sería su mujercita, haría para él la cama, se la chuparía todas las noches, le recogería la bandeja de comida y le haría sangrar el culo hasta que hubiera suficiente río rojo como para cubrir el trauma que ocasionó a esos pobres infantes.

Se podría decir que la tienda era el hogar de Bruce. Yo no conocía otras cuatro paredes en las que hiciera vida que no fueran las del almacén. Así que siempre, al cierre, él se quedaba en la tienda. No tenía margen de error alguno, de noche, en la tienda, y sin nadie que nos molestara.
- ¡Ya te puedes ir, son las siete!- masculló desde el sótano con esa voz estridente que avivaba las llamas del odio interno.- No te olvides de echar la verja esta vez, ayer pudo haber entrado alguien gracias a tu puta manera de hacer las cosas.
- No te preocupes, Bruce, esta vez voy a echar bien el cerrojo para que ni tú mismo puedas salir de aquí, (jodido pedófilo de mierda.)- esto último en voz baja, para no hacer premoniciones sobre lo que las máscaras amazónicas y bustos de emperadores romanos iban a presenciar.
Eché el cerrojo y la verja desde dentro. Silencio. Desde el parqué envejecido, pisoteado por la historia, hasta el sordo metal de las escaleras que llevaban al almacén. Sólo silencio. El silencio de unos niños cuyo sexo ha sido arrancado y masturbado digitalmente. Sinceramente, no tenía pruebas de que Bruce hubiera abusado de esos niños, pero el simple hecho de arrebatarles la mínima e íntima presencia sexual que en ellos acaecía era suficiente para derramar mi ira contra semejante criatura.
En silencio, y como si de arrancar el auto o montar en bicicleta se tratase, saqué de mi bolsa la pistola y me precipité sin pausa, pero sin romper el silencio eterno de la tienda, hacia el único atisbo de luz que yacía en la estancia. Bajé decididamente las escaleras metálicas, pensando en la manera más dócil de comenzar el ritual y comencé a ver la calva bicolor del animal. Las patillas de las gafas sobresalían como si de dos extremidades más se tratasen. Tenía problemas de pigmentación en la piel y por todo su brazo se enredaba una infinita mancha uniforme y blanca. Le atravesaba el pecho, el desnudo vientre que insinuaba mediante un camino de vello haciendo contraste con la serpiente blanca que le envolvía dejaba entrever los primeros signos de su sexo. Se extendía a través del insignificante afluente que averiguaba su génesis y que erupcionaba motivo onanista y pedófilo de una celebración manchada en la sangre de esas pobres criaturas. Luego se dejaba caer por sus rodillas y se fragmentaba en alveolos a la altura del peroné, dejando ver el rosáceo color de la carne en sus pies sudados y pálidos.
Llegué al nivel del suelo y el silencio desapareció. Sobrevino la oscuridad, engulléndome. Formé parte de las cajas llenas de lámparas francesas art decó y adquirí una visión panorámica del lugar. Del escritorio nacían dos luces. La de la pantalla del ordenador con la foto de un chico desnudo tumbado en una cama en cuyos ojos se adivinaba un llanto hacia dentro contenido por el sadismo de un fotógrafo. Y la de la tele con las telepromociones en dónde podíamos ver (otro) un robot de cocina que pelaba cualquier tipo de verdura. Alcé mi brazo de entre densa brea que colmaba el almacén y apunté hacia la cabeza de Bruce, y como si de un trance se tratase lo que estaba viviendo, no temblé en ningún momento. Acumulé mi odio por momentos, observando arma en mano cómo Bruce se sacudía el miembro gimiendo entre dientes, mordiendo la ley y escupiendo horrores al monitor. Con la otra mano sostenía el ratón y pasaba las fotografías conforme su excitación aumentaba. Jadeante, se paró en la que iba a ser la oda al onanismo, premio de muchas noches que conservaba y que rellenaba a mordiscos el rollo de papel que tenía a su lado. Una elegía fotográfica en la que no pude mantener la mirada. Y cómo si de un maremoto se tratase, el rugido de la bestia surgió desde el agua, desde el fluido vital, tuvo algún que otro espasmo y gimió unas veces más quedando agotado y libre de fuerzas.
Así fue como súbitamente emergí de entre las sombras y agarré por la cabeza a ese jodido cabrón que yacía moribundo de placer en su trono pedófilo. Sus ojos, entreabiertos como si de un éxtasis se hubiera tratado, vislumbraron la premonición de esa noche inglesa de Agosto. Y como del Rey Arturo se tratase, empuñé mi arma hacia su sudosa frente y comencé a relatar mi solemne causa.
- ¡Chúpamela ahora mismo jodido cabrón si no quieres que te meta una bala por el culo! – preso de mi ira, grité a los cuatro vientos.
- Por favor, por favor, no lo hagas, no dispares, por favor. – pedía clemencia por su terreno, sabiendo cuál sería su destino.
Me desabroché el pantalón y de entre esa bruma, ahora roja de sangre a punto de derramarse, surgió mi pene golpeando su cara.
- Te he dicho que me la chupes, puto pedófilo de mierda- mientras balanceaba mis dos juguetes sobre su cabeza. Mi polla. Mi pistola. -Te estás ganando un tiro en la boca, cabrón.
Y así fue como se la metió en la boca y comenzó lo que para mí fue la celebración del primer acto. Ese jodido sabía chuparla bien. Se la metía hasta la campanilla y volvía a sacarla en un maremágnun de succiones y saliva. Ni las putas del Soho chupaban una polla de esa manera. Sabía que tenía que hacerlo bien. Que tenía que correrme en toda su boca. Y que ese era su pasaporte en vida.
- Ni se te ocurra morderme- le grité balanceando el arma sobre calva bicéfala.
Y sin sacársela de la boca le sentí gimotear. ¡Estaba llorando! Ese jodido cabrón estaba llorando y yo tenía mi polla en su boca, a punto de eclosionar. Y justo antes de explotar, agarré su pegajosa nuca y la inmovilicé para derramar sobre la cavidad bucal toda mi génesis.
- Trágatelo. – le dije sin ningún grito, apaciguado como él minutos antes.
Y sin ningún reparo, lo llevó todo a la tráquea, y de la tráquea al esófago, y de éste al duodeno, que ya se podía averiguar el estómago y pasó a convertirse en una mole junto a toda esa mierda precocinada que comía a diario.
En ningún momento bajé el arma. Hasta incluso cuando me corría y momentos después seguía apuntándole como si de un pelotón franquista me tratara. Sin vacilar ni un momento en lo que aquel monstruo podría convertirse gracias a mi descuido orgasmático.
- Desnúdate. Luego ponte de rodillas en el suelo. – yo, como si de un dios me tratara ejecutaba órdenes a punta de un juguete. En mí estaban esas familias anónimas que deseaban torturar hasta la muerte a los degenerados que hacían eso a sus hijos, pero más aún, a degenerados como Bruce, que se jactaban del trabajo de los otros colmándolos en el fuego del orgasmo.
Bruce se quitó los tejanos grasientos y reventados. La camisa empapada de aceite y sudor, mojada de semen cayó en el suelo también. Y con la fuerza de un yunque, le embestí una patada en la cara, deseoso de desfigurar el rostro ya desagradable de por sí. Luego vinieron más patadas y algún que otro puñetazo. Siempre apuntaba a los ojos. Deseaba que se quedara ciego para que no se colmara más veces con la precoz esencia de esos niños. Los ojos le sangraban, escupía odio por su boca, odio que no se podía materializar en palabras porque se había tragado sus propios dientes. Estaba jadeando deseando el toque de gracia hasta que llegué al germen de mis quehaceres. El premio final. El falo. La polla. En este caso, la pollita. De una patada lo puse boca arriba salpicando sangre sobre la bruma, tiñendo la atmósfera de un burdeos casi negro. Sangraba por la cara, los ojos rojos como la bruma, el corazón negro como el carbón. Balbuceaba y emitía cánticos de derrota. Sabía que caía en picado. Le pisé el vientre y sin pensarlo arremetí contra su sexo esculpiendo un amasijo de mármol que Giacometti hubiera gozado trabajar. Mi mente en estado neutro dejaba trabajar a mis extremidades inferiores. Un amasijo de carne, sangre y vísceras se mostraba ante mí. Bruce jadeaba una y otra vez, sin poder moverse, dolorido por su culpa comenzó a vomitar, primero por la boca, vomitó el deseo sexual, como si de su extremaunción se tratara, confesando con ello sus pecados asegurándose la entrada en el paraíso. Luego vomitó por los ojos. Las cuencas ennegrecidas del dolor, borboteantes de sangre vomitaba todas esas imágenes pedófilas como si de un proyector se tratara. Finalmente, vomitó por su sexo, por esos restos de placer que le quedaban. Había sajado su génesis y aquí estaba para recoger mi fruto: el deseo arrepentido del humano. Lo dejé ahí, mientras subía las escaleras, anhelando otra vida en las alturas y yaciendo en el charco de su delirio, flotando en la atmósfera de corrupción y deseo. Subí los peldaños de dos en dos. Cogí una imitación de un busto de Cicerón que teníamos reservado para una vieja rica de Fulham y que me encantaba con soltura, y lo guardé en la mochila junto a mi 9mm de plástico. Saqué la cajetilla de Malboro y me fui con viento fresco (y tan fresco en las noches veraniegas de Londres) pensando en la suculenta cena que me esperaba en casa.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Cristo. arde. en agosto.

Gianluca Cecere

Es Dios quien muere un Viernes y resucita el Domingo

Es Cristo quien se eleva en el cielo mejor que cualquier aviador

Quien conserva el récord mundial de altitud

Guillaume Apollinaire