Escribo, escribo, escribo y no conduzco a nada, a nadie. Las palabras se espantan de mí como palomas, sordamente crepitan, arraigan en su terrón oscuro, se prevalecen con escrúpulo fino del innegable escándalo: por sobre la imprecisa escrita sombra me importa más amarte.
Imagen: Jóvenes mineros, Francia. 1935. David Seymour
Campos sembrados de vanidad y avaricia Semillas de rencor que germinan en minas olvidadas Donde la única ley que impera es su sudor o el destierro Donde la sangre se cambia por dinero Donde la edad de la inocencia los niños Ya no la pierden por los miembros del clero. Cruel destino para un ser humano que nace para vivir y morir dentro de un agujero Al capitalismo sus muertes le sale rentable Puesto que el coste de su muerte es cero Porque cuando perecen quedan enterrados Bajo toneladas de rocas, arena y sufrimiento. Ellos no tienen tiempo de ir al colegio Han cambiado de forma obligada el lápiz y el cuaderno Por un pico y una pala, por una mina que el mundo tiene olvidada. Una mina de la que se extrae oro bañado en sangre de veintidós quilates Una mina que cubre de joyas al ser humano mediocre de occidente Que hacen sublime algo que es sencillamente inerte. Financiando con su dinero a los que controlan la maquinaria de carne y hueso Que extrae sin remisión las piedras que la decadencia luce en su cuello. Falsedad de la comunidad social que exige el origen de un alimento Pero cuando se trata de las piedras de la vergüenza Su exigencia se vuelve ínfima, su exigencia se vuelve efímera Mirando hacia otro lado portando las piedras del desconsuelo.