Tengo ganas de tener guardadas todas las historias que mi abuelo relata sobre su vida. De la guerra, de su emigración a Argentina y de su retorno a España. Pero siempre encuentro excusas para dejarlo para más tarde, para cuando tenga tiempo. Sin darme cuenta que algún día mi abuelo no estará en casa, ni me calentará la cabeza con sus historias y detalles escambrosos a la hora de comer.
Hoy vino a visitarnos un amigo de la familia, un maestro de la escuela de toda la vida. A mi abuelo le encanta charlar y cuando conoce a alguien y puede comentarle sobre sus antepasados, no se lo piensa dos veces.
Es así como he conocido la historia que más adelante os voy a relatar y que aún más me ha hastiado el corazón. Porque estas historias están bajo terreno pantanoso, que parece que no hay nada pero de vez en cuando aparecen ápices de lo que fue y no se quiere hablar.
Allá por el año 1950, Antonio López Rodríguez, procedente de la Rambla Huarea (cortijo El Matorral), decidió junto a su familia partir hacia la Argentina en busca de una vida libre de hambre y miseria.
Al poco tiempo de pisar tierra americana, Antonio, mi abuelo, recibió la noticia de que su primo hermano había muerto. Era un hombre joven, a lo sumo 31 años, por lo que la trágica noticia sobrecogió a la familia. El hermano de Antonio, en su carta, solamente señalaba ese dato, no especificó de qué ni cómo.
Al tiempo, una cuñada de José López Vargas, el joven fallecido, había emigrado (o más bien huído) también con su familia a Argentina y estaba de visita en San Rafael, Mendoza, en casa de Antonio.
De este modo, Antonio conoció realmente las circunstancias de la muerte de su primo hermano y el porqué de la estampida de la familia.
José vivía en un cortijo cerca de Albuñol, “la balsilla” le llamaban. Más tarde, su suegro compró un trozo de tierra en una zona donde habían estado los frentes, “El cortijo Burgos”. Estaba perdido por la guerra, destrozado y éstos tuvieron que hacer una finca nueva.
En aquella zona se escondían muchos maquis, muchas personas perseguidas que a causa de la represión y el miedo a ser aniquiladas se lanzaban al monte. Era común que bajaran a escondidas a los cortijos de la zona, donde pensaban que no correrían peligro de ser delatados y que, en cambio, recibirían algún tipo de ayuda, un poco de pan, medicinas, una carta.
Al parecer, había un hombre herido en el monte y José cometió el delito de darle un poco de leche.
Un día, José estaba trabajando en su tierra cuando dos guardias civiles y un cabo se acercaron hasta donde él. Estaba atardeciendo cuando José les dijo que era tarde y que debía marchar a casa. Los civiles le sugirieron que más tarde subiera al monte a liarse un cigarro con ellos.
Cuando volvió a casa, le comentó a su mujer la invitación de los guardias y marchó con ellos.
José no volvió a su casa.
Tras esa noche, la mujer, nerviosa por no saber el paradero de su marido se lanzó a la calle en busca de respuestas.
Se acercó al cuartel de la guardia civil en Montril, donde le dijeron que no sabían nada.
Al día siguiente, dos arrieros que pasaban por la zona a lomo de sus mulos, se encontraron con el percal. La guardia civil los paró y les obligó a cargar los cuerpos de los dos hombres –que yacían en el suelo sin ojos- sobre las bestias y llevarlos al cementerio.
Uno de ellos, al reconocer la cara de José, se acercó a casa de la viuda para hacerle llegar la noticia trágica de esta historia. “No vayas a buscar a tu marido –le advirtió- si quieres ir a verle, acércate al cementerio”.
En los pueblos todo se murmura para que nadie escuche, pero todo se sabe. Al igual que se sabía que entre la pareja de guardias civiles se encontraba un “amigo” de José en sus tiempos mozos. Un amigo, que por “extraña casualidad” tenía manchadas las manos de sangre.
Por cosas como ésta, en la época se solía decir que “quien tiene un amigo guardia civil es como si tuviera un billete falso”.
La historia nos pertenece como pueblo, no podemos enterrarla sin haberla conocido, sin haber aprendido de ella. Todas las personas y familias que sufrieron durante la guerra y la posguerra (principalmente los años desde el 39 al 45) merecen un reconocimiento, un no caer en el olvido.
La familia de José López Vargas tuvo que huir de su tierra, de su hogar. No hubo juicio para los asesinos. SILENCIO. El silencio mata y la ignorancia también.